A principios de los años sesenta vemos llegar a nuestras playas los primeros veraneantes venidos de fuera. Muchos de Barcelona, pero sobre todo del interior del país. Familias de Manresa, Vilafranca o alrededores de la capital catalana, descubren por primera vez el encanto de unas playas vírgenes, la hospitalidad de los pocos restauradores de la época y sobre todo, la tranquilidad y la placidez de un entorno. Muchos de ellos repetirían cada año o se establecerían como segunda residencia, y con el tiempo formarían parte de ese conglomerado de gente que es el barrio de mar. Sus antecedentes deberíamos buscarlos en aquellas familias barcelonesas acomodadas que durante el primer tercio del siglo XX convirtieron el paseo del Carme en su nuevo refugio veraniego. Imágenes de barcas fondeadas frente a la playa que se mezclaban con los primeros bañistas. Lo oí por primera vez al amigo Pere Marsé “esta ciudad no es la suma de dos núcleos de población, sino de tres”. Una gran verdad. De hecho, debería haberse llamado Vilanova, la Geltrú y Mar, o mejor dicho, Ça Llacuna, como se la conocía en la edad media al referirse a una alejada y solitaria hilera de casas que daban a la playa.
Mis recuerdos de niñez se mueven en un espacio rodeado por el mar por un lado y la vía del tren por otro. Más allá, la villa. Donde si subía o bajaba, siempre por algún motivo, el más común, para ir de compras. Dentro de este espacio convivía un conjunto social tan diverso y antagónico como solidario en su objetivo de superación y supervivencia. Gente orgullosa de pertenecer a una colectividad que, en esos años, poco tenía que ver con el resto de la ciudad. La actividad económica es un elemento determinante en el devenir de un pueblo y en la idiosincrasia de sus gentes. Solidarios en tiempos tan difíciles y penosos como cuando los aviones que venían de Mallorca bombardearon insistentemente el barrio marinero. Sangre y llanto en la Noria de las Vacas. Marineros y pescaderos, rivales en los negocios y de la mano en la lucha diaria por salir adelante. Palos de pajar de toda una época y una generación. En la calle, no se sabía de distinciones. Todos los niños eran una piña. La playa de las mamás, la preferida de los niños. Y las hogueras de la noche de san Juan, todo un evento después de ir casa por casa recogiendo madera.
Familias de aquí de toda la vida y otras venidas de fuera, como los caleros de l’Ametlla, intentaban abrirse camino en un entorno hostil e incomprendido. Años de silencio y complicidades. Xavier Garcia, en su libro sobre la vida marinera, da fe de esa gente. Y de un buen grupo de renombros, inimaginable en otro barrio. “Aguas pescaderas”, escribía Pla. Si las barcas venían de prima, fuera la hora que fuera, no podía faltar comprador alguno. Cientos, o miles, de cajas de pescado azul, mejor si podía ser boquerón que sardina, que iría a parar a la mesa de cualquier rincón del país. Había una máxima, si el pez tiene tamaño, tendrá salida, y si tenía salida también tendría precio. ¿Dónde están hoy aquellas pescadas?
Fachada marítima de Vilanova. Autor desconocido, segunda mitad del siglo XX. Archivo Comarcal del Garraf. Colección Asociación Museo del Mar. Donación Albert Guasch Bernardó. AMM-2905.
Otra gente del barrio trabajaban en tierra. Xavier Garcia los llama “terristas”. Sobre todo en el Pirelli. Trabajo seguro de por vida, decían aquellos que se encontraban siempre en el dominio del tiempo para ganarse la vida. Y acertaron. Pirellistas o terristas estaban también entrañablemente ligados al mundo marinero y al barrio. La salida de la fábrica dividía a los trabajadores, los de la villa iban arriba y los de mar, proa abajo, lo tenían más cerca. La aparición a lo largo de los años setenta de un cierto turismo de masas y sobre todo extranjero, dio alas a los viejos establecimientos hoteleros y restauradores e hizo aparecer otros nuevos. A los Peixerot, Marina, Marítim, Solvi… de toda la vida, se añadirían ahora el Mare Nostrum, Cossetania, El Pescador, Chez Bernard et Marguerite, Xènius, Fitorra… que con una cocina marinera de pescado fresco recién subastar, ofrecían una calidad reconocida en todo el país. Y si vamos más atrás, Rossegall, local acreditado por sus tertulias muy notables. Pescado de roca (lo más gustoso y óptimo para el fumet), muelles y mabras, merluzas y mairas, sepias y calamares. Y sobre todo, gambas rojas y relucientes. Da pena que incluso con esto nos hayan pasado por delante los de Palamós. Pero como todo, unos se llevan la fama y otros….
Veranos de más de dos meses de actividad frenética de un turismo de carácter eminentemente familiar, que poco a poco, iba tomando fuerza, hasta convertirse en una actividad primordial para el devenir de la economía del barrio. También los hoteles aprovecharon la llegada masiva de los primeros turistas. Cesar, Universo-Park, Mare Nostrum o Pensión Peixerot, más tarde Ceferino, tragaban toda una serie de veraneantes que llegaban a nuestra casa cuando la Costa Brava se sobresalía. Fueran franceses, alemanes o belgas, algo tenían claro, que les salía más a cuenta venir de hotel todo el mes de verano a nuestra casa, que quedarse en su país. Menú de tres platos, postre y sangría. Y antes, un aperitivo, tarta. Los de aquí preferimos un vermú en cala Torres. Y todo el día en la playa, bajo un sol rabioso, hasta ponerse rojos como una gamba. La palabra melanomen todavía no constaba en los diccionarios.
Las autoridades municipales de la época, cuando todavía eran elegidas a dedo, nunca vieron el turismo como un sector de futuro para la ciudad. Incluso con esto, la villa no tenía nada que ver con la playa. Se ignoraban las aspiraciones y los anhelos de ese barrio. Cuando era necesario tener cuidado de unas playas bonitas y de un paseo atractivo, el Ayuntamiento daba la autorización para construir en 1971 dos naves industriales en primera línea de mar, “Astilleros Morató” y “Yates Aluminio SA”, a pesar de las protestas de los vecinos (por cierto, años y años reclamando este espacio y cuando llega el momento no nos ponemos de acuerdo de cómo aprovecharlo). Más tarde, se reclamaría abrir la ciudad al mar y, a cambio, se proyectarían unas montañitas que la esconderían para siempre.
Hombres haciendo girar el bombo. Autor desconocido, c. 1900. Archivo Comarcal del Garraf. Fondo fotográfico municipal.
Barrio incomprendido y muchas veces dejado de la mano de Dios. Desconocido por muchos de Vilanova y con frecuencia más querido y valorado por los de fuera. Josep Pla escribía de esta playa “En invierno, la playa de Vilanova es incomparable. Hay una luz deliciosa. Donde se deja sentir la dulzura del tedio” Es el mar, añadiría Xavier Garcia. Años atrás, la gente de la villa sólo bajaba al mar en fechas bien señaladas. Para ver el castillo de fuego por la Fiesta Mayor o por la procesión de Sant Pere. Rápidamente se iban rambla arriba. Vilanova nunca ha sido marinera. La villa ha vivido siempre de espaldas al mar. Guerra titánica por romper este mal estrugante la de los pequeños héroes como Huguet Prats o Didac Santos, impulsores de la Semana del Mar desde 1971, el Día del Turista u otros eventos turísticos. Con más ilusión que nada, esparcieron por el mundo el significado del hervor de atún, el ajo quemado o el roseado.
Más adelante, ya con gobiernos municipales democráticos, las cosas no es que fueran a mejorar mucho. La apuesta por una ciudad preferentemente industrial seguiría siendo obsesiva, y la playa de Vilanova seguiría olvidada y dañada con edificaciones que afearían para siempre su paisaje, su skyline, que diríamos ahora. Mientras Sitges iba con el turismo a velocidad de AVE, nosotros perdíamos definitivamente el tren. Las comparaciones son odiosas, pero tampoco se entiende que estando tanto cerca hubiera tanta diferencia. Se perdió la ocasión de añadir un potencial turístico y cultural a la tradición industrial que arrastraba a la ciudad desde el siglo diecinueve. Edificios altos con paredes medianeras desnudas donde había habido antiguas casas marineras, convierten el paseo marítimo en una maraña de edificaciones. Había zonas vírgenes por crecer, tanto a levante como a poniente. Hubiera tenido que respetarse más la parte antigua.
La explotación del mar no puede ser ilimitada. Aquel pez de tamaño de años atrás, se convertirá en pez pequeño que dejará de tener precio. Aquellas pescadas se transformarán en escasas capturas para unas embarcaciones, luces o quillados, cada vez mayores y costosas. Muchos pescadores buscarían trabajo en tierra. La flota pesquera, sobre todo la noche, quedará muy reducida. El culto al sol, la playa y el mar es, a finales del siglo veinte, una manía que transformará la costa mediterránea en una serie interminable de edificaciones. La playa de Vilanova no se salvará. El barrio de mar pasa a ser de una multiculturalidad sorprendente. Nada que ver con los años de mi infancia. Normal. La gente se mueve. Con las nuevas tecnologías, la palabra barrio es sinónimo de mundo entero. Conocemos mejor lo que ocurre al otro lado del mundo que lo que preocupa a nuestros vecinos de la escalera. Los últimos testigos de esa época se van marchando. La iglesia de mar sólo hace que tocar a muertes. Se convierte en lugar de reencuentros y de despedidas de toda una generación. Si todo este pasado se olvida, nuestros herederos serán algo más huérfanos de identidad.
Hoy, el barrio de mar va tirando de ese modo. Más complejo y con bastante gente de fuera, pero con las mismas dudas e incertidumbres que le han perseguido a lo largo de su historia más reciente. Eso sí, más integrado en la ciudad y mejor vestido. Como en muchas cosas en la vida, las buenas oportunidades sólo pasan una vez y hace tiempo que nos toca ir a remolque.
Rafel Mestres i Boquera
Vecino del mar
Director del Archivo Comarcal del Garraf
de la Generalitat de Catalunya
Este artículo fue publicado en el año 2014 en la sección “Desde la Farola” del Diari de Vilanova.